jueves, 21 de noviembre de 2013

Cardamomo

Ansiedad, una ansiedad generada por la enorme distancia que separa nuestros labios;
Una ansiedad que provoca el atropello de mis pulsaciones, una tras otra cual tic-tac de reloj sucedidas,
impulsando así la sangre a través de mis venas, sin descanso, cual presa vencida por la fuerza del agua.

Tensión, una tensión casi eléctrica que acompaña cada caricia, como si el más mínimo roce supusiera la puesta en marcha de todo un proceso, toda una sucesión de sensaciones, de pensamientos y de actos.
Una tensión que agarrota mis músculos y que me impide el movimiento, a la espera.
Y ese mísero segundo que transcurre hasta que su piel toca la mía, se me antoja una eternidad. Puedo ver cada movimiento a cámara lenta: esa media sonrisa, con la cabeza ladeada, acompañada de una risilla sorda justo antes de comenzar a acercarse a mí, su brazo elevándose para rozar mi mejilla. Puedo sentir entonces su calor, cada vez más intenso a medida que se acerca, puedo oír su respiración, pausada, como si me acunara al son de su propia música. Y puedo también escuchar el latir de mi propio corazón, retumbando en mis oídos; incluso, si pongo la suficiente atención, podría distinguir el bramar de la sangre corriendo por mis venas. Demasiado ruido, demasiado. 
Y cuando parece que voy a perderme en esa vorágine de sonidos, todo se detiene. No hay nada más que ese momento en el que por fin nuestros labios toman contacto. Por un segundo, ni siquiera puedo respirar, hasta mi corazón parece detenerse. Y entonces, todo vuelve a ponerse en marcha, más rápido aún si cabe, ansiando el próximo beso, la siguiente caricia, ese siempre inesperado "te quiero".


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